Enrique Badía/ Estrella Digital
Los cálculos varían en función de quien los esgrime, pero en todo caso han pasado bastantes años desde que Barcelona comenzó a reclamar la ampliación del aeropuerto de El Prat. Mañana entrará al fin en servicio la nueva T-1, que prácticamente permitirá duplicar su teórica capacidad. Cuestión distinta será que se materialice el resto de cosas que de siempre se han esgrimido como elemento de agravio, sobre todo desde que en Madrid-Barajas se añadió la un tanto grandilocuente T-4, con todo lo que ha dado de sí en términos de comparación.
Como casi todas las obras públicas, esta de El Prat ha discurrido salpicada de polémicas que es poco probable desaparezcan con el acto de inauguración. Han sido de diversos tipos, con desigual grado de eco y agitación, no siempre del todo correspondiente con la trascendencia en términos de uso y funcionalidad. Habría que destacar quizás la enésima omisión del concepto intermodal que suele caracterizar la ejecutoria de las administraciones y entes públicos; en este caso concreto, AENA, titular exclusivo de la red de aeropuertos públicos españoles.
Tampoco las estimaciones de plazos coinciden, pero la más ajustada señala que se ha tardado alrededor de nueve años en llevar a cabo las obras. Tiempo que, sin embargo, no ha sido suficiente para que el remodelado aeropuerto disponga de una red de accesos acorde con los alrededor de 60 millones de pasajeros anuales que aspira mover: una de las carreteras más congestionadas del área metropolitana de Barcelona es el único modo de llegar a la nueva terminal. Sobre el papel se ha hablado de extender hasta allí la red de metro, así como prolongar la línea de cercanías que llega hasta los alrededores del primitivo edificio terminal, pero no es creíble que nada de eso tarde menos de tres o cuatro años, si no más.
La reivindicación de fondo de una parte relevante de la sociedad catalana, con los líderes políticos, empresariales y mediáticos al frente, es que El Prat se potencie para convertirlo en lo que se denomina hub; esto es, cabecera y enlace de vuelos intercontinentales. Con ese propósito se ha reclamado largo tiempo dotarlo de mucha mayor capacidad. Cuestión distinta es que determinadas decisiones políticas discurran en esa misma dirección.
Una de las incógnitas a tener presente es cómo se van a compadecer las aspiraciones de propiciar una mayor potenciación de El Prat con la política aeroportuaria del Gobierno catalán. Hace pocos meses aprobó un plan de dotación aeroportuaria que pretende primar el tráfico en Girona-Costa Brava y Reus-Costa Dorada, distantes apenas 100 kilómetros del centro de Barcelona, respectivamente en direcciones norte y sur, así como añadir hasta media docena de nuevos recintos, comenzando por la restitución operativa de los de Sabadell y La Seu d'Urgell, y la puesta en servicio el próximo otoño del construido en los alrededores de Lleida.
No hace falta ser un experto para presumir que el resto de aeropuertos de Cataluña acabará detrayendo tráfico a El Prat, por lo que potenciarlos en paralelo habrá de desembocar en la sobredimensión de alguno. Puro sentido común. De momento, la inauguración no ha tenido demasiada suerte: tras años de crecimiento apreciable del tráfico de pasajeros y mercancías, resulta que la nueva fase entra en servicio tras doce meses de caídas superiores al 10 por ciento. Y si esto es producto de la coyuntura, lo otro parece responder al hábito de considerar cada infraestructura de forma aislada, sin una visión de conjunto que haga todo más eficiente y eficaz.
Cerrando el círculo, cabe prever que la nueva terminal será bonita, aunque no esté tan asegurado, vistos los precedentes, que usarla rebose comodidad.
martes, 16 de junio de 2009
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1 comentario:
¡Viva el Dr. Stagflation!
Dr. est valde sapiens.
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